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¿Cómo será la vida cotidiana sin ETA?

AFP/Getty Images

Nota: Este artículo se publicó en abril de 2007 en diversos medios. Justo hace diez años. Han pasado diez años para llegar al desarme al que asistimos ayer 8 de abril en Baiona. Que la historia juzgue y nos juzgue. 


¿A que se lo han preguntado alguna vez? Y, seguro que se han encontrado con un enigma suspendido en la nada. Tal vez porque hemos  interiorizado  la  inestable fluctuación de su destino.  O porque  todos los mecanismos racionales nos han fallado para buscar una lógica a su supervivencia. Uno cree que ETA ha sodomizado la razón. Que ya es jodido en estos tiempos de barbecho argumental. Porque  más  allá de la tensión política, más allá de haber fagocitado todo intento de disidencia sociopolítica,  ha provocado un allanamiento cotidiano de la existencia. Que es una sumisión más sublime. Pero hubo un tiempo en que ETA estaba ubicada en otro imaginario, en otro espacio  más ajeno a nuestras vidas. En otros territorios a los que nunca concebimos viajar. Porque quedaban muy lejos. Formaba parte, al igual que otras muchas representaciones sociales, de algo inaccesible, extrínseco. Sabíamos que estaba porque cada día llamaba a la puerta. Pero había una frontera. Entre su vida y la de los demás. O la muerte de los demás. Era ella y su fe insondable. O su estrategia, o su incansable  búsqueda de una  cartografía soñada. La  del país elegido. Y de aquello, de aquel Destino Vasco en lo Universal, mucha gente participó. Como hoy. Para qué negar la evidencia. Pero por aquel entonces,  ETA quedaba lejos y no salpicaba. Quizá, para muchos formaba parte de la familia porque siempre tuvieron una nostalgia insatisfecha. Pero para la gran mayoría del manoseado pueblo vasco, no. ETA no formaba parte de nuestras vidas porque no discurrían por la misma vereda. A lo sumo, había un atajo espiritual por el que acceder a aquella Comunión de los Santos cargada de redentorismo territorial donde todavía muchos encuentran un remanso de paz interior. Pero entonces no estaba cerca, aunque sabíamos que estaba la vuelta de la esquina. Y es que ETA aún no nos había implicado globalmente  en su  esforzado viaje, en su terrible itinerario.  Eran tiempos en que la política y sus  grandes construcciones  se estaban cimentando. Quizá en contra de muchos, de muchas utopías en barbecho, de muchas renuncias, de muchas esperanzas y de mucha sangre. Pero la realidad se imponía. Eso sí, entre urna y sometimiento. Y ETA, que todavía estaba asistida por su primera generación, comenzaba a emerger del zulo para hacerse presente  en el universo político  y metapolítico. Y, poco a poco, a fuerza de reventones, de popularizar el discurso duro de la existencia vasca, su verbo se hizo carne. Y entonces todos nos implicamos. Quizás a la fuerza. Para decir si, para decir no, o para mirar para otro lado. La gran mayoría para llamarse andana. Porque quizá no había más remedio si querías salir inmune del combate. Pero llegó un  momento definitivo en que ETA se instaló entre nosotros. Y fue cuando por boca de otros, ETA oficializó su discurso, lo puso en circulación y caló.  Porque ETA desprivatizó y desmonopolizó su producción dramática, hasta entonces clandestina y ajena, para hacernos a todos  partícipes y responsables de la misma. Porque la colectivizó. Socializó el dolor y la furia, la venganza, la sangre y el sinsentido, el dolor y la represión, las torturas y la cárcel, el si y el no, el todo o nada por la patria.  Todo se amalgamó en torno a sus siglas de las que fueron colgando, sin quererlo o sin reconocerlo abiertamente, otras.  Nuestras vidas se absolutizaron  y todo fue ya un conmigo o contra mí. Y todo pasó, al menos en este país, por tener que diseñar estrategias sociales, familiares, políticas, culturales, económicas o personales en función de su presencia. Porque era imposible no reconocer su exhalación detrás del cogote. Y quienes vivimos aquí ya no supimos distinguir las fronteras que delimitaban la locura de la normalidad. Porque hubo momentos en que ETA justificó hasta lo innombrable. Y muchos le siguieron. Y ya nadie deseaba morir porque no había sitio a causa de tanta muerte. Y también  hubo gobiernos españoles que traicionaron la máxima Ley que juraron por sus muertos. Y así, ETA volvió a sentir justificada su presencia. Y, tal vez sin proponérselo, ya era parte de todos nosotros. Mientras tanto,  nuestras vidas públicas y privadas se iban devaluando después de cada cotización de sus acciones. Y entonces fuimos rehenes de su cuenta de resultados. Uno pensaba enloquecer, aunque sabe que solo enloquecen los taciturnos y los charlatanes. Por eso, aquel tiempo requerirá una restitución sin excepciones. Fue  entonces cuando  otros vieron su oportunidad de negocio. El negocio de la sangre.  La prensa, el poder mediático, la derecha fascista, la gran banca, la Iglesia católica y algunos partidos vieron en la producción de ETA el filón de su riqueza argumental, ideológica y hasta económica. Y entonces ETA fue asimilada al escenario como un fenómeno sociológico más. Peor aún. Como un elemento de consumo más. Por un lado se renegaba de ella, pero por  otro no se podía vivir sin su presencia. Sin la plusvalía de su producción. Se había consumado su estancia. Porque el gran capital la había santificado como elemento de consumo. Porque, aunque su producción fuese irracional, para algunos era, y es muy rentable. Tal vez ETA supo entonces  que su lugar en el mundo   se reducía a un sueño incumplido. Mal asunto.  Y tal vez sepa ahora que no puede seguir tensando el arco de una historia interminable. Porque la flecha nunca llegará a su destino. Quizá por eso,   decidió frenar en seco. Y todos nos dispusimos a creerle. Pero más que a creer en su final, quisimos liberarnos de su tutela emocional y  racional. Y es que  había sacralizado otra dominación más perversa: la personal. Y entonces confiamos en que esta vez no había vuelta  atrás. Que ahora se abría un camino sin retorno. Pero la hubo. Porque estalló la T4. Y se volvió a justificar. Como si nada hubiera pasado. Como si los hechos deambularan perdidos por el limbo. Porque al parecer nada ha cambiado: léase la última entrevista de ETA.  Pero sí,  algo ha cambiado. Y es la profunda creencia en la inutilidad de tanta sangre, algo reconocido teóricamente desde hace tiempo, pero definitivamente sancionado  por la racionalidad de la gente corriente. Aunque quede para dentro de treinta años la restitución de tanto drama  que aún no nos conmociona. Y  quizás en este punto nos encontramos. ETA sigue siendo  algo más que un grupo armado por la historia, de fuertes vínculos, de arraigadas fratrías y de neuronas bendecidas por la fe en una Tierra Prometida. Vale. Y aún tiene sus fieles. Vale, allá ellos. Respetemos eso. De verdad. Pero el conjunto de este pueblo camina en otra dirección. Yo no se si correcta o equivocada. El día a día nos lo dirá. Lo que si sé es que está aprendiendo a vivir sin la cotidianeidad de su presencia. Porque comienza a ser indiferente. Y quien nos es indiferente, ya no existe en nuestras vidas.  




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