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Un puñal en la carne


Todo se ha dicho. Como si la palabra se hubiera vaciado dejando al aire sus cicatrices. Como si cada letra de lo que ocurre se disolviese en sosa cáustica. Usted convive con la nada. Con un día a día licuado en el fondo de un abismo insensato. Y no pasa nada. Solo el rumor cancerígeno de la representación. Sé y siento que pasan cosas. Pero sé que nada nuevo está a punto de ocurrir. Que nada sobrepasa ya ese umbral de la conmoción primaria del dolor o el rastro amargo de la sangre.
Tras los atentados de París, miles de gestos públicos y privados rasgaron los cielos al compás de La Marsellesa. Pidiendo clemencia por nuestras contradicciones. Pero el eco solo nos devolvió la madurez de nuestro cinismo. Y pronto se volatizaron en el ocioso vacío del tiempo. El mundo se ha festivalizado; eso es lo que pasa. Y la conciencia ha dejado de ser dolorosa como un puñal en la carne. Como si tras ese festejo de sangre, allí, aquí o en Damasco no quedase ya rastro alguno del honor y la verdad. Como queriendo invisibilizar las cloacas por donde defecan la falsedad y el horror. Porque cada hecatombe diaria, ya sea razonada o bastarda, emerge solo si es rentable en el mercado de las emociones.
De repente, París nos conmueve. Y no comprendemos esa barbarie explicada –que no justificada- por la dolorosa anemia de la historia. Porque esas inmolaciones restablecen la lógica del sacrificio, algo que ya no va con nosotros. E ignoramos –porque alguien lo quiere así- cómo media humanidad se encuentra en un estado de traumatismo comatoso.
Por eso todo lo dicho suena hueco y baldío. Sin resuello para combatir la mentira que encarnamos. Mientras tanto, España vende armas a Arabia Saudí y ésta las revende al Estado Islámico. Y el ministro de Defensa se inmola como un mártir de la sensatez.


Este artículo se publicó el día 23 de noviembre de 2015 en Noticias de Navarra






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